miércoles, 17 de julio de 2013

DERECHOS FUNDAMENTALES (PROTECCIÓN DE DATOS DE CARACTER PERSONAL)

¿Qué es un derecho fundamental de la personalidad?


                  

                Entendemos por “Derechos Fundamentales”, aquellos derechos humanos reconocidos por una determinada norma fundamental; esto es, aquellos derechos humanos reconocidos y asegurados por el ordenamiento jurídico positivo e interno de cada Estado, en la mayoría de los supuestos en su texto constitucional, y que habitualmente gozan de una protección o tutela reforzada.

        Al analizar esta definición vemos una referencia a los derecho humanos, derechos que en ocasiones vienen a ser confundidos con los derechos fundamentales pero que en sentido estricto deben ser considerados como aquellos derechos que concretan los valores inherentes a la dignidad de la persona y que, por ello, lejos de nacer de una concesión de la sociedad política, han de ser reconocidos y garantizados por ésta.

       En cuanto a la expresión “Derechos de la Personalidad” nos referimos con ella a un conjunto de derechos, inherentes a cada individuo, por constituir una manifestación de la dignidad de la persona y estar orientados a garantizar su propia esfera individual.

        Se trata de una expresión que procede del derecho civil, donde se ha utilizado para designar a un conjunto heterogéneo de derechos subjetivos (vida e integridad, honor, intimidad e imagen, nombre, etc.) que se caracterizan por su naturaleza no patrimonial así como por proteger determinados atributos de la personalidad.

      El ordenamiento jurídico concede una serie de derechos a las personas, imponiéndole también otros tantos deberes y, consiguientemente, un ámbito de responsabilidad que denominamos “esfera jurídica de la persona”, la cual se subdivide, a su vez, en una esfera personal y una esfera patrimonial. Dentro de la primera, se reconoce a la persona una parcela de libertad, orientada a la conservación y desarrollo de su individualidad, a la protección de bienes de distinta naturaleza, cuya salvaguarda es imprescindible para la dignidad humana.

        No obstante, no hay que confundir derechos fundamentales con derechos de la personalidad, puesto que si bien coinciden en muchos casos, ni todos los derechos de la personalidad son derechos fundamentales, ni todos los derechos fundamentales son derechos de la personalidad.

       De acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional el derecho a la Protección de datos personales, se encuentra incluido en tanto en los derechos fundamentales como en los derechos de la personalidad. Los derechos de la personalidad son derechos concebidos desde dos perspectivas:

        a) Se constituyen en primer lugar como límites a la actuación del Estado (derecho público)

       b) Asimismo, sirven como vías para permitir a los tribunales la reparación del daño moral    causado por la violación de estos derechos (derecho privado).

       Como características de los derechos de la personalidad podríamos señalar las siguientes:

     - Derechos esenciales. Son derechos asociados de forma indisoluble a la naturaleza humana y como tales cumplen una función esencial en relación con el principio de igualdad jurídica.

     - Derechos absolutos o de exclusión. Los derechos de la personalidad suponen un poder inmediato y directo sobre el aspecto de la personalidad de que se trate, siendo oponibles frente a todos.

      - Derechos inherentes. Son derechos personalísimos, habiendo sido identificado su objeto con los bienes más superiores de la persona. Los detenta todo individuo, sin excepción, como derechos innatos u originarios.

     - Derechos extrapatrimoniales o personales. Se trata de derechos indisponibles, intransmisibles, irrenunciables e imprescriptibles, así como no susceptibles de acción subrogativa o indirecta.

domingo, 14 de julio de 2013

LA PRESCRIPCIÓN Y LA CADUCIDAD. PERSPECTIVAS LEGISLATIVAS


1. SITUACIÓN ACTUAL. NECESIDAD DE LEGISLAR, REFORMANDO
Instituciones tan importantes en nuestra realidad social y jurídica como la prescripción y la caducidad -se presentan a diario decenas de asuntos relacionados con ellas ante los Juzgados- se hallan hoy deficientemente reguladas en Derecho: la primera, en la Compilación (art. 344), en el CC (al que aquélla se remite) y en múltiples leyes especiales; la caducidad, sólo referida a acciones concretas, y en ningún cuerpo legal (tampoco en el CC) regulada en términos generales.
         El Derecho, necesita una regulación propia de ambas instituciones, con concepción actualizada y sólidas bases técnicas, y de forma y con régimen autónomo del CC, relativamente anacrónico el de éste, anclado todavía en concepciones romanistas y decimonónicas, en el que se confunden no pocas veces prescripción y caducidad y no está clara la frontera entre aquélla y la usucapión (por culpa, todavía, de DOMAT Clermont-Ferrand, 1625-París, 1696) Jurisconsulto francés. Considerado el jurista francés más importante del s. XVII, sistematizó la legislación de la época y dedicó importantes estudios al derecho romano. Su principal obra es Las leyes civiles en su orden natural (1694)). La autosuficiencia y completud a que aspira hoy el Derecho exige, junto a un régimen propio y autónomo de la prescripción, una regulación general de la caducidad que unifique criterios con un denominador común a tantas caducidades concretas de acciones existentes en la vigente legalidad.

2. SISTEMÁTICA POSIBLE Y PROBLEMAS AFINES

2.1. Ubicación sistemática de la prescripción en un nuevo Código civil

     No hay hoy ninguna razón técnico-jurídica que justifique la situación de la prescripción al final de un Código civil de nueva factura (como ocurre en el español y en la Compilación) -influencia del Code Napoleon-. Por lo que a un Código catalán hace, dependerá, en primer lugar, del tipo y concepción del mismo (civil general, patrimonial sólo) y de la sistemática general (gayana, savigniana u otra) por la que opte el legislador.
    Salvo que ese futuro Código prevea dedicar un libro o título a la tutela de los derechos, al modo del Codice italiano, pienso que el lugar más adecuado para la regulación de la prescripción y la caducidad es en una Parte general -si ha lugar a ella-, en el título relativo al ejercicio de los derechos y otros poderes jurídicos y como un límite (temporal) al mismo (al modo, ahora, del BGB o parecido).

2.2. Instituciones regulables
              
 Hay cuatro instituciones importantes en cuya estructura y funcionamiento es componente esencial el tiempo (su transcurso): dos clásicas (desde Roma), la prescripción y la usucapión; y dos modernas, más sutiles y peor conocidas y reguladas: la caducidad y la Verwirkung (prefiero por ahora este término, al que habrá que encontrar equivalente más que mera traducción). Una primera decisión que tendrá que tomar el legislador catalán se refiere a cuáles de ellas regular, dónde y cómo.
   Sin perjuicio de otra decisión por razones de política legislativa, pienso:

   a) Que debe separarse sistemática y legalmente -porque creo que son cosas conceptual y funcionalmente distintas- la prescripción y la usucapión, llevando ésta al ámbito de la adquisición de los derechos reales -cfr. BGB. y Códigos suizo e italiano- y con regulación propia, compatible con la conocida relación entre ellas y las remisiones pertinentes. Ello ayudará a distinguir (o no confundir), por ej., la usucapión del dominio y la prescripción de la acción reivindicatoria.
   b) Que deben regularse como instituciones próximas, pero distintas, la prescripción y la caducidad, con régimen distinto de acuerdo con sus respectivas diferencias, sin perjuicio, también aquí, de las remisiones pertinentes. Por razón de su proximidad, su ubicación en el Código será inmediata entre ellas.
   c) Que podría acogerse y regular la Verwirkung, su concepto y régimen, caracterizado por componentes subjetivos (mala fe). La Verwirkung nos es perfectamente conocida y acogida por la jurisprudencia, aunque surgida (y no regulada directamente) en Alemania para atenuar el rigor de los plazos largos de prescripción, y para dar relevancia a la actuación abusiva o de mala fe en el ejercicio tardío de los derechos: el lugar más correcto en un Código está aquí.

3. LA PRESCRIPCIÓN. RÉGIMEN Y PROBLEMAS PRINCIPALES

3.1. Idea general. Caracterización

    Creo que es necesario "repensar" ciertos extremos de su régimen, pues el actual es antiguo y anticuado, de cuando el tiempo y quince o treinta años significaban algo muy distinto en la vida social y tráfico jurídico.
  Pienso que debe partirse de una clara concepción objetiva (hoy predominante) basada en la seguridad jurídica y en el interés social, más que en la protección que dispensa al sujeto pasivo de la relación jurídica (aunque también), frente a la vieja concepción de presunción de abandono o renuncia del derecho, hoy difícilmente justificable (aunque pueda leerse todavía en alguna sentencia). Ello puede justificar la naturaleza imperativa de ciertas normas, compatible con el juego de la voluntad del afectado en dos órdenes y momentos: interrumpiendo los plazos, y haciéndola valer frente a la pretensión extemporánea: la necesidad de alegación por el interesado deviene así límite funcional a su operancia, por lo demás, ope legis.
   Debe relacionarse directamente la prescripción con el retraso (objetivo) en el ejercicio de los derechos, de acuerdo con cánones predeterminados y al margen de la posición subjetiva de sus protagonistas (buena o mala fe).

3.2. Cuestiones que debatir y resolver antes de legislar

     Apunto por ahora sólo las que me parecen más relevantes:
   a) Objeto de la prescripción: ¿derechos, acciones, pretensiones? Creo que debe tomarse partido, y que hoy no puede hablarse, en puridad, de prescripción de derechos o de acciones, sino que prescribe la pretensión (cfr §§ 196 y ss. BGB). No es concepción heterodoxa, sino compatible con la, aun no explicitada, de nuestro sistema jurídico (CC y T.S.), y es la que se ha impuesto en la doctrina.
   También deben prescribir las excepciones (la posibilidad de oponerlas). Debe dejarse claro que la prescripción sólo afecta a los derechos disponibles. Y podría ser ocasión oportuna para aclarar la prescriptibilidad de ciertas acciones, como la reivindicatoria, y su conflicto con la usucapión.
   b) Papel de la voluntad individual en la mecánica operativa de la prescripción. El problema se presenta -y el debate lo abordará- en tres planos principales: en el de la modificación de los plazos (si es posible, en qué sentido y hasta dónde), en cuanto a la interrupción (requisitos y efectos) y en cuanto a la renuncia (con expresión de sus efectos). Concretaré mi posición más adelante.
   c) La suspensión de la prescripción. Reconocida por doctrina y jurisprudencia, pero mal regulada, debe introducirse con régimen general propio -que tiene en otros Códigos: alemán e italiano y los de su área de influencia-. Requiere caracterización y tipificación de casos.
   d) El problema de la interpretación restrictiva de la prescripción: su inteligencia y límites; su repercusión en cuanto a la de los actos interruptivos.

3.3. Sujetos del fenómeno prescriptivo. Capacidad

  Debe regularse bien, y quizá de nuevo, la capacidad de todos los sujetos, así como la suficiente para la eficacia de los actos interruptivos; y concretar quiénes pueden invocar la prescripción.
 a) Capacidad del sujeto que puede invocarla: ¿capacidad de obrar siempre?. Parece excesiva exigencia, como regla general. Quizá deba distinguirse en qué ámbito opera (judicial o extrajudicial) y de qué derechos y relaciones jurídicas se trata.
   b) Capacidad del sujeto frente a quien opera. Merece la pena considerar si procede mantener el régimen actual (la prescripción opera frente a todos, incluidos los incapaces) o si habría lugar a volver total o parcialmente a la vieja máxima contra non valentem agere non currit praescriptio, y sus límites. Esta cuestión habría de relacionarse con la posibilidad, en otro caso, de establecer una suspensión especial para casos y personas afectadas por incapacidad.
   c) Capacidad exigible para los actos de interrupción. Creo que debe ser la necesaria para los actos conservativos, de cuya naturaleza participan aquellos. Convendrá concretarlo al regular la interrupción y sus causas.
   d) ¿Podrán innovar los terceros la prescripción? Hay que estudiarlo y decidir, señalando, en su caso (que creo posible), los requisitos exigibles a esos terceros, así como las situaciones en que pueden alegarla, y con qué alcance.

3.4. Plazos de prescripción. Cómputo

   A) Pienso que es una de las cuestiones relativas a la prescripción más necesitada de actualización: sencillamente, adecuarla a nuestro siglo y tráfico jurídico. En esa inteligencia y con tal propósito, es necesario abreviar los plazos generales de prescripción, y, de otro lado, simplificarlos (menos casuística y plazos particulares) -idéntica preocupación e intento, en Derecho alemán-.
   a) La abreviación de plazos -línea de nuestro Derecho reciente: cfr. Ley Ordenación Edificación- debe ser general y proporcionada. El plazo máximo podría ser del orden de diez años (o parecido: decida el legislador), que es el del Derecho suizo e italiano. Recuérdese las críticas de la doctrina alemana al plazo de treinta años que todavía subsiste como general máximo en el BGB “Código Civil de Alemania”  .
   b) Simplificación y reducción del número de plazos especiales: pienso en los muchos que hay en el CC -aplicables hoy casi todos en Cataluña-; en la casuística de la prescripción quinquenal, trienal, anual, la distinción entre acciones reales y personales (¿merece la pena mantenerla en los términos actuales?), el problema particular de la acción hipotecaria, etc.
Debe intentarse reducir la mayor parte de los plazos de las prescripciones breves de acciones personales a un par de tipos temporales (de uno y tres años), con uno general, en defecto de otros específicos, de cinco, quizá diez años (?) (el actual de quince es igualmente excesivo). En las acciones reales podrían oscilar entre el año de los interdictos (si se mantiene) y tres y diez años, según se refieran a bienes muebles o inmuebles.
   Su tipificación debe ser para casos generales, aunque técnicamente bien definidos, en la inteligencia de que va a seguir habiendo muchos plazos especiales en leyes concretas (de aplicación general, y autonómica).
   c) ¿Modificación contractual de los plazos de prescripción? Es cuestión discutida y grave, respecto de la que algunas legislaciones se han pronunciado en sentido diverso (negativo, el Código italiano y la Comp. Navarra; o positivo, el BGB “Código Civil de Alemania”). Es evidente que la configuración general de la institución, por razón de su fundamento y finalidad, es inderogable (normas de ius cogens). ¿Y los plazos?; ¿cabría modificar su duración por pacto?; ¿sería posible hacerlo con finalidad de "facilitar" la prescripción, en el sentido del § 225 “Código Civil de Alemania”  BGB?.
   Hay opiniones en ambos sentidos. Prestigiosos autores han defendido la modificabilidad; otros se oponen, invocando razones de seguridad del tráfico, repercusión a terceros, riesgo de abuso por parte del contratante más poderoso. Pienso que algunos de esos inconvenientes pueden ser superados con argumentos jurídicos y medios legales. La cuestión requiere ser meditada, y sopesadas las consecuencias de cada opción. Yo no veo que sea absolutamente insuperable ni los riesgos ni la posibilidad legal del pacto: la voluntad individual en intereses privados puede llegar muy lejos, dentro de ciertos límites que habría que señalar bien.
   B) Cómputo. Parece aceptable en este punto la posición del CC español -y de otros-, próxima a la teoría de la actio nata (desde que el derecho o pretensión pudo ejercitarse). Pero en evitación de problemas, conviene definirlo mejor, con mayor precisión. Las reglas especiales (arts. 1968 y ss. CC) deben desaparecer, bien totalmente, o llevando alguna, si se estima necesario, al régimen del derecho o de la acción concreta con que guarda relación. Valga para la modificabilidad por pacto del dies a quo en el cómputo de estos plazos, y sus límites, lo que acabo de decir poco ha.

3.5. Interrupción de la prescripción

   Tiene la interrupción gran importancia en el esquema operativo de la prescripción, en cuanto refleja la posición subjetiva del sujeto pasivo (titular del derecho afectado) en el fenómeno prescriptivo. Está deficientemente regulada en el CC, y crea problemas prácticos (en el foro) su actual régimen. Creo que debe definirse claramente, y sugiero que se construya como comportamiento activo de ese afectado con la inequívoca voluntad de ejercitar o conservar el derecho impidiendo su prescripción, frente a la pasividad (objetiva) que comporta y como se concibe la prescripción.
   Deben quedar bien definidas las causas de interrupción, al menos en sus líneas generales y denominador común a su varia tipología, en congruencia con la idea sugerida. Igualmente necesario es definir, concretar bien, los requisitos generales de los actos interruptivos para ser eficaces, en particular, la clara voluntad de ejercitar o conservar su derecho, y quizá que el acto vaya dirigido o sea cognoscible por el beneficiado por la prescripción. Los requisitos específicos de cada acto interruptivo serán indicados al regular éstos. Junto a la reclamación judicial debe ser considerada apta también la que se haga por vía de arbitraje. Debería establecerse cuándo y en qué condiciones el acto de un tercero puede tener eficacia interruptiva.
 Frente a la interpretación restrictiva de la prescripción -línea jurisprudencial-, la interrupción, en aquella inteligencia, requiere una concepción e interpretación extensiva: debe ser subrayado, o quedar implícito en su régimen, el menos, porque la jurisprudencia es confusa y aplica aquí aquella interpretación restrictiva de la prescripción, cuando una correcta valoración de una y otra, como actitudes opuestas, exige interpretación opuesta de otra y una.

3.6. La suspensión de la prescripción
          
     Se priva ahora de régimen propio en nuestro sistema jurídico (CC y Derecho catalán), reclama imperiosamente una regulación como categoría general, sin perjuicio de casos específicos en leyes especiales; regulación que se va generalizando en la mayor parte de los ordenamientos.
   Pienso que debe ser concebida como medio para socorrer al titular del derecho que no ha podido interrumpir la prescripción (vieja idea de TROPLONG) por motivos personales (incapacidad u otros) o externos y ajenos a él. Por ahí va la doctrina y Códigos prestigiosos como el alemán, suizo e italiano.
  Cabe aludir o tipificar casos ordinarios de suspensión, y casos extraordinarios (con remisión en éstos a leyes especiales). En lugar de fórmulas casuistas más o menos largas (y siempre incompletas), creo preferible una tipificación general y abierta, pero precisa técnicamente. Entre los casos ordinarios de suspensión podría atenderse, entre otros, a los incapaces sin representación legal y quizá también, en general, a los incapaces todos que no puedan ejercitar sus derechos. El régimen actual del art. 1932 CC, que para reparar el perjuicio del incapaz por la inactividad de su representante obliga a ir a una acción de responsabilidad (a veces, contra los padres), es poco operativo y menos eficaz en la práctica. Otros sistemas jurídicos ante este problema, necesitado de una solución práctica tanto como justa, apelan a la suspensión del plazo de la prescripción en aquellas situaciones.

4. LA CADUCIDAD

4.1. Problemas que requieren debate previo

   Me parece evidente la necesidad de dotarla de un régimen jurídico propio. La oportunidad de un nuevo Código es óptima. Me refiero a un régimen jurídico general, compatible con el específico, en instituciones particulares, de algunas acciones sometidas ya hoy a caducidad.
   A tal efecto, con respeto de lo que por razones de política legislativa (donde no todo es racionalidad) decida ex novo el legislador, pienso que se puede inducir, del actual régimen y casos conocidos en Derecho catalán, y de su tratamiento jurisprudencial, una concepción y caracteres que den cierta unidad y coherencia a la institución, con las novedades que parezcan pertinentes.
   También aquí conviene debatir antes de que actúe el legislador unas cuantas cuestiones fundamentales para perfilar la idea que se tenga y desarrolle luego.
   a) El grado de proximidad o lejanía que deba tener con la prescripción. En todo caso, pienso que debe configurarse como institución autónoma y bien diferenciada, sobre todo funcionalmente, determinando, en su caso, qué normas de la prescripción sean aplicables a la caducidad (algunas, como el art. 1969 CC, las ha aplicado ya el T.S. "dada la natural y estructural semejanza de ambas instituciones" (S. 16.2.1993).
   b) Debe distinguirse la caducidad que ahora pretendemos regular (extinción de derechos y acciones) de otras caducidades impropias -la de testamentos, el límite temporal para recuperar algún objeto (art. 369, 612, 615 CC); caducidades procesales, de asientos registrales, etc.-.
   c) Creo que caducidad (propia) es sólo la legal: la convencional es otra cosa (un pacto concreto en un marco negocial más amplio). Mas el T.S. y cierta doctrina opinan de otra manera, y habrá que tomar posición al respecto. Otra cosa es -como para la prescripción- hasta dónde puede llegar la voluntad y los pactos en su mecánica operativa sin desvirtuarla. Pienso que ello dependerá en buena medida de los derechos e intereses afectados.
   d) Forma de actuar. ¿Está justificado que sea siempre apreciada de oficio por el juzgador? Así vienen haciéndolo nuestros tribunales, y apenas ha sido cuestionado hasta ahora por la doctrina. Pienso que no está suficientemente justificado que ello deba ocurrir siempre, incluso cuando se trata de derechos disponibles (cfr. CC ital.). Requiere, en todo caso, un importante debate, pues es la cuestión más importante de un nuevo régimen de la caducidad en Derecho catalán.

4.2. Concepción de la caducidad que propongo

   La que aquí considero que puede caracterizarse por las siguientes notas:
   a) Fundamento objetivo, en la seguridad jurídica (con un matiz social quizá más acusado que en la prescripción), lo que se traducirá en naturaleza imperativa de las normas que la regulen (en cuanto afecte al interés público). Estará basada en la inactividad del interesado, cuya causa (subjetiva) será intrascendente. Tal inactividad puede ser concebida como el incumplimiento de una carga (para salvar el derecho caducable es preciso ejercitarlo temporáneamente), de forma que ese ejercicio "a tiempo" se incorpora sustancialmente a la propia entidad e identidad del mismo (el plazo es material).
   b) Estructuralmente se caracterizaría por la perentoriedad del término (plazo de ejercicio), en general improrrogable por la razón material dicha (con posibles excepciones?); y por la especificidad e infungibilidad del acto que evite la caducidad, que normalmente será el ejercicio del propio derecho o acción sujetos a decadencia, aunque a veces, también excepcionalmente, puede tratarse de realización de un acto distinto.
  c) Funcionalmente, la caducidad debe caracterizarse por el automatismo con que opera, respecto del que la posible y discutida interrupción sería excepcional (frente a su naturalidad en la prescripción), y una general apreciabilidad de oficio por el juez, sin necesidad de alegación de parte, (quizá) salvo en ciertos casos (derechos disponibles). Más ambas notas, en particular sus excepciones, dependerán del tipo o concepción por la que opte el legislador en los puntos más discutibles.
   d) Objeto. Es opinable si merece la pena definir legalmente cuál sea el objeto de la caducidad. Quizá es innecesario hacerlo en el régimen general de la institución, y preferible no comprometer al legislador y a la ley en tan delicada cuestión para evitar apriorismos y dogmatismos, dejando que en casos e instituciones específicas decida el propio legislador si ciertas acciones prescriben o caducan en vista de la ratio legis.
   Mas al margen de esa cuestión de técnica legislativa -en la que debe haber el menor dogmatismo posible-, creo que la caducidad en que pensamos ahora se referiría, sustancialmente, a la de los derechos potestativos o de modificación jurídica, como son prácticamente todos (o casi) los que caducan hoy en las leyes catalanas y en la jurisprudencia (del T.S. y del TSJC.).

4.3. Plazos y cómputo

     A) No creo que sea procedente, en un régimen general de la caducidad, dictar plazos generales como los existentes para la prescripción. Es preferible establecer otros concretos para cada caso de caducidad, con amplia variedad y distinta teleología. Hoy no es tan clara la (relativa) brevedad de esos plazos, que otrora les era atribuida.
   ¿Prorrogabilidad convencional de los plazos de caducidad? Por regla general, no, desde luego. Mas alguna sentencia la ha admitido, y creo que sí cabría cuando se trate de materia que no afecte al interés u orden público. En todo caso, será cuestión a considerar, que debe relacionarse con el margen que se deje a la voluntad individual en esta materia (problema, de nuevo, de la caducidad convencional, y afinidades).
   B) Tan importante como los plazos es su cómputo, porque en algún caso cierto cómputo desafortunado podría transformarlos en plazos largos y quedar subvertida la finalidad y el propio fundamento de la caducidad. Ello requiere definir con precisión y prudencia el dies a quo del cómputo, con cierta racionalidad, en lo que a veces no ha pensado el legislador. Hay más de un ejemplo.

4.4. Interrupción y suspensión de los plazos de caducidad
     
   En principio, estos plazos no son susceptibles de interrupción: es el dato más significativo de la caducidad (frente a la prescripción). Ahora bien: ¿cabría admitir alguna excepción? También hay algún ejemplo en la jurisprudencia, y no sólo para casos de caducidad convencional. Mi posición es contraria a la interrupción.
   Menos conflictiva es la suspensión de los plazos de caducidad, no ya legal (posible) sino voluntaria, que me parece viable cuando se trate de derechos disponibles (opinión que va ganando adeptos). Hay un precedente en la propia jurisprudencia, que habla de caducidad atenuada. Pero, aun admisible, debe fijarse legalmente los límites de la voluntad individual en este ámbito, que modifica, deteniendo su transcurso, plazos que inicialmente eran perentorios. Modelo posible podría ser el art. 2965 CC italiano.

4.5. Apreciación de oficio de la caducidad

  Venía siendo la nota diferenciadora más calificada de la caducidad; y puede y debe seguir siéndolo, en general. Pero no estoy seguro que deba ser siempre así, de forma absoluta.
   No obstante el fundamento y finalidad de esta institución -en lo que no difiere mucho de la prescripción, ciertamente-, no me parece que siempre deba ser apreciada de oficio la caducidad, sobre todo cuando se refiera a derechos e intereses disponibles, en que el interés público que hay tras la caducidad no es otro que la seguridad del tráfico y demás (que también se da en y para la prescripción, y no funciona, sin embargo, de oficio).
   En el CC italiano esta cuestión se aborda a la inversa para querer decir lo mismo: la caducidad no puede ser apreciada de oficio por el juez, salvo que se trate de materia sustraída a la disponibilidad de las partes (art. 2969); cuestión que debe relacionarse (como ocurre en ese Código) con el régimen de caducidad de los derechos disponibles e indisponibles.

  Me parece más razonable esta solución que la estricta y general apreciabilidad de oficio que desde siempre, sin ninguna norma que lo haya establecido -y en contra de ciertos principios de nuestro proceso civil-, venía atribuyéndose, sin excepción, a la caducidad. Pienso que así debe seguir siendo como regla general y para las acciones que afecten a derechos e intereses indisponibles y cuestiones de orden público; pero no, en cambio, para los derechos rigurosamente disponibles. Medítese, en todo caso, y decida luego el legislador. Pero nosotros, juristas teóricos, tenemos que proveerle aquí, como en otros extremos y cuestiones sugeridas, de argumentos razonables en uno u otro sentido.

sábado, 13 de julio de 2013

LOS DERECHOS SOCIALES EN EL CONSTITUCIONALISMO DEMOCRÁTICO




SUMARIO:
I. El constitucionalismo frente a la realidad. II. Del constitucionalismo liberal al social. III. Una definición convencional de derechos sociales. IV. Los sujetos obligados: Poderes públicos y privados. V. Titularidad de los derechos sociales. VI. Sobre la constitucionalización de los derechos sociales. VII. El valor normativo de las cláusulas sociales. VIII. Constitución, democracia y derechos. IX. Las dimensiones social y nacional del derecho en entredicho. X. Conclusiones. La tarea de la cultura jurídica.


I. EL CONSTITUCIONALISMOS FRENTE A LA REALIDAD
Cuando los viejos laboristas británicos de posguerra adoptaron la consigna de garantizar protección social a todos sus ciudadanos "desde la cuna hasta la tumba", seguramente no imaginaron que, al finalizar el siglo, ese trayecto sería tan escandalosamente corto para gran parte de la humanidad.

En América Latina, cientos de niños mueren cada hora por enfermedades y carencias de recursos básicos que fácilmente podrían haberse evitado, al tiempo que sus países, como irónicamente denuncia el poeta Roque Dalton, se jactan de tener "una de las constituciones más avanzadas del continente".


La desoladora persistencia de este panorama obliga al derecho a replantearse en forma recurrente la función que las normas, en general, y la Constitución, en particular, desempeñan o deberían desempeñar en la conformación de la realidad social.
Un buen primer paso en ese sentido, posiblemente consista en retomar los oportunos elogios que Norberto Bobbio (1) prodigara a la concepción kelseniana del derecho como una técnica social destinada a organizar el poder coactivo. Esta aproximación al fenómeno jurídico excluye, por un lado, los enfoques esencialistas que pretenden ver en el derecho un producto natural, inherente a todo orden social de modo intemporal y universal. Y, por otra parte, pone en cuestión aquella versión llamada legalismo ético o formalista, según el cual las normas jurídicas son siempre justas por el sólo hecho de ser derecho.


Por el contrario, la consideración del derecho como una técnica social supone admitir su condición profundamente histórica. No hay derecho fuera de la historia ni inevitabilidad del derecho hacia el futuro.(2) Su carácter instrumental le permite perseguir fines diversos, de acuerdo con las relaciones de poder que subyacen a su desarrollo.

Este punto de vista explica que frente al preocupante espectáculo de las desigualdades sociales que atraviesa gran parte del subcontinente latinoamericano, el derecho y el constitucionalismo puedan desempeñar una doble función:(3)

a) Por un lado, pueden servir para tergiversar y ocultar esa realidad desigualitaria, orientando su fuerza normativa a disciplinar y reprimir los conflictos derivados de ella, e incluso incorporando a las constituciones remedios formales destinados a desactivar las protestas ciudadanas extrajurídicas o a cubrir de legitimidad la inactividad del propio poder público frente a las mismas.

b) Por otra parte, igualmente pueden constituir un instrumento eficaz para contener el deterioro del tejido social y la proliferación de aparatos coactivos privados, mafiosos. Dotado de garantías eficaces, el constitucionalismo puede servir para ganarles terreno a la discrecionalidad y la arbitrariedad, y en general para imponer controles sobre los poderes públicos y privados, garantizando de ese modo una serie de derechos fundamentales para todos los ciudadanos.

A lo largo de estas líneas se procurará revelar cómo conviven, en forma contradictoria, ambas funciones. En cualquier caso, ambas deben entenderse en el marco de un constitucionalismo cuya nota central estriba en su pretensión de someter la producción del derecho, público y privado, a un derecho superior, a través de límites a la libertad política del legislador y un estricto control jurisdiccional de las leyes.(4)

II. DEL CONSTITUCIONALISMO LIBERAL AL SOCIAL

Una mirada retrospectiva sobre el constitucionalismo primigenio podría situar sus orígenes en la traslación al derecho positivo de la teoría de los derechos naturales completada por el iusnaturalismo racionalista a fines del siglo XVIII.(5) Un ejemplo paradigmático de esa concepción puede hallarse en Locke.(6) Para el pensador inglés, cuando los ciudadanos concurren a celebrar el contrato social por el cual constituyen sus autoridades, conservan para sí ciertos derechos -a la vida, la libertad y, sobre todo, el de propiedad- frente a los cuales el poder debe detenerse. Traducida a términos prácticos, esta postura implicaba que sólo los efectivamente propietarios, intocables, podían gozar de los derechos de libertad formalmente garantizados a todos los hombres por igual.

Como consecuencia, en gran medida, de la lucha de los sectores sociales excluidos de este modelo, se fue gestando el constitucionalismo contemporáneo, un intento no siempre eficaz de superar las parcialidades de la tradición liberal clásica. Así, por ejemplo, se extendieron las libertades civiles y políticas, y se consagraron otras como el derecho de asociación o de huelga. Bajo este impulso, el viejo constitucionalismo liberal incorporó nuevos elementos de un constitucionalismo social destinado a proteger no sólo derechos de libertad, sino también derechos de igualdad.

Al menos desde un punto de vista normativo, el constitucionalismo democrático ha comportado una relectura de Locke en clave igualitaria. En virtud de la misma, se propugnan unos mínimos sociales que, junto a los derechos de libertad, pertenecen a todas las personas, son previos al propio contrato social y, por lo tanto, resultan indisponibles tanto para el Estado como para el mercado. Esos derechos sociales básicos no se oponen a los derechos de libertad, sino que constituyen su natural correlato cuando ésta última se concibe no sólo en su dimensión negativa, como no intromisión, sino también en su faceta positiva, como libertad-poder.

En cualquier caso, esta interdependencia es prescriptiva y en la práctica se han experimentado otras relaciones que cancelan unilateralmente unos u otros. Los viejos regímenes comunistas burocráticos, por ejemplo, y en menor medida algunos populismos latinoamericanos, censuraron los derechos de libertad por considerarlos derechos "formales", "burgueses", que desvirtuaban los derechos de igualdad. Actualmente, cierto pensamiento neoconservador parece haber impuesto el dogma inverso, que censura los derechos de igualdad por considerarlos un atentado a las libertades, un seguro "camino de servidumbre".(7)

III. UNA DEFINICIÓN CONVENCIONAL DE DERECHOS SOCIALES

Cualquier definición de derechos sociales depende del elemento que se tome como caracterizante. Por ejemplo, existen ciertos derechos sociales, como el derecho de huelga o la libertad sindical, que presentan una configuración propia de los derechos de libertad, a pesar de haber sido positivizados como derechos sociales. Su satisfacción se obtiene antes por una abstención que por una intervención de los poderes públicos y privados, y en realidad podrían considerarse como derechos de libertad de ejercicio colectivo.

En el caso de los derechos sociales, su relevancia jurídica y su complejidad estructural aparecen con mayor claridad si se los considera como derechos a prestaciones de bienes o servicios, principalmente frente al Estado, tendentes a satisfacer las necesidades básicas que permitan a los individuos desarrollar sus propios planes de vida.(8) Esta dimensión prestacional resalta el carácter económico de los derechos sociales, cuya satisfacción exige una transferencia de recursos de los sectores más ricos a los más pobres y, por lo tanto, genera fuertes reticencias en aquellos cuando se pretende garantizarlos jurídicamente.

Claro que esta distinción no significa desconocer la importancia de los derechos de libertad de ejercicio colectivo en la conquista de derechos sociales. Si se considera que más allá de las técnicas jurídicas de protección que puedan instrumentarse, finalmente la sociedad no dispone de otra garantía que de sí misma; derechos como la asociación, la huelga o la libertad sindical, constituyen una vía irreemplazable para evitar que los derechos sociales se minimicen o sólo puedan existir como concesiones ex principis, otorgadas desde el poder en un esquema corporativo, y no como conquistas ex populis, obtenidas desde abajo por los propios interesados.

IV. LOS SUJETOS OBLIGADOS: PODERES PÚBLICOS Y PRIVADOS

Otra consecuencia derivada de la interdependencia prescriptiva entre derechos sociales y derechos de libertad consiste en el correspectivo reconocimiento de deberes positivos generales (9) hacia los miembros más débiles de la sociedad.

Si se acepta que la finalidad del Estado es garantizar la igual libertad de las personas, debe admitirse que el ejercicio efectivo de la libertad puede violarse no sólo por acción, como pretenden Nozick (10) y otros autores conservadores, sino también por omisión. En ese sentido, al vínculo entre la libertad negativa y la libertad positiva corresponde el vínculo entre los derechos de libertad y los derechos sociales. Los primeros suponen principalmente deberes generales negativos, de abstención, y los segundos, deberes generales positivos, de prestación. Ambos tienen una misma justificación: proteger los bienes primarios, o las necesidades básicas, de los seres humanos. (11)

Ahora bien, para garantizar la concesión de estos derechos sociales en la práctica, el constitucionalismo propone una serie de controles sobre aquellos poderes encargados de prestarlos: el Estado y el mercado.

1. Los poderes públicos son los principales obligados a proveer una serie de bienes y servicios que los ciudadanos no podrían obtener del mercado. Con esa finalidad, deben llevar adelante una permanente tarea de redistribución y transferencia de recursos, fundamentalmente por vía impositiva, que les permita financiar esas prestaciones.

Sin embargo, la experiencia ha demostrado que esta función acaba por frustrarse, si se deja librada a los designios inciertos y discrecionales de los poderes políticos. La aguda crisis de representatividad que afecta a los parlamentos actuales y a la administración en general, exige que la pretensión de certeza y previsibilidad que entraña el constitucionalismo, se traduzca en mecanismos jurídicos que sustraigan del regateo partidario el deber de garantizar derechos sociales básicos para todos, instalándolo así en lo que Ferrajoli denomina "la esfera de lo no decidible por la democracia política".(12)

2. Los poderes privados, de mercado, dominan por su parte el ámbito en el que se genera gran parte de los recursos susceptibles de satisfacer las necesidades básicas de las personas. Para el constitucionalismo liberal clásico, este espacio económico resultaba intocable. Su protección exigía, de los poderes públicos, una actitud lo suficientemente firme como para mantener alejadas posibles intromisiones de terceros, a la propiedad y a la seguridad del tráfico comercial, pero lo necesariamente permisiva como para que ellos, a su vez, no se transformaran en una amenaza. Por eso, los derechos fundamentales se configuraban verticalmente, frente al Estado, al tiempo que se cubría el derecho de propiedad con garantías reforzadas.

El constitucionalismo contemporáneo ha venido a impugnar este modelo. La celebrada sociedad civil `autorregulada' ha revelado su rostro corporativista y mercantil, así como su potencial agresivo frente a los derechos básicos del resto de los ciudadanos. Esta constatación se refleja en la problemática de la Drittwirkung, en virtud de la cual los derechos adquieren un sentido igualitario, y proyectan su sombra no sólo sobre los poderes públicos, sino también sobre los privados.(13) En otras palabras, los derechos fundamentales ya no sólo se configuran verticalmente, frente al Estado, sino que extienden su fuerza obligatoria también horizontalmente, frente a terceros.

Esto no significa, empero, que todas las prestaciones sociales, constitucionalmente previstas, puedan exigirse directamente de los particulares. Un dirigismo constitucional de esta índole, supondría el quiebre completo de la lógica de la libertad de empresa y la propiedad personal, y abriría el camino a riesgos autoritarios indeseables.(14)

Sin embargo, en un ordenamiento que procura minimizar los poderes, incluso privados, para maximizar la libertad de los individuos, tampoco la propiedad privada puede concebirse como un derecho absoluto. Un derecho de propiedad blindado, rodeado de las garantías robustas del llamado contenido esencial, sólo sirve para reforzar los privilegios de los ya propietarios, y reproducir las desigualdades sociales ilegítimas. Por el contrario, un constitucionalismo democrático debe garantizar la fundamentalidad, no tanto de un derecho de propiedad, como de un igualitario derecho a la propiedad, que permita remover los obstáculos que impiden el acceso de todos a ciertos recursos básicos indispensables para ejercer la autonomía personal.(15)

En su momento, estas premisas informaron las garantías que el derecho laboral opuso a ciertos dogmas del derecho civil tradicional, tales como el valor irrestricto de la autonomía contractual. Actualmente, no pocas posiciones en la doctrina constitucional, que identifican la democracia con el mercado, valoran positivamente el discrecional retorno a las viejas consignas privatistas decimonónicas. La flexibilización, la desregulación, el retiro del derecho de la esfera de las relaciones entre capital y trabajo, sostienen, comporta un triunfo de la libertad y la democracia.(16) Sin embargo, los resultados de la larga marcha del conservadurismo económico, iniciada en los años setenta, desmiente esta identificación. Allí donde ha ocurrido, el repliegue del derecho no ha supuesto necesariamente el avance de la deliberación democrática. Por el contrario, y la realidad latinoamericana da triste cuenta de ello, en los espacios vacíos dejados por el derecho han proliferado poderes invisibles e incontrolados, profundamente arbitrarios, y la lógica económica del interés privado ha sometido a la lógica política de los intereses generales. Una respuesta distraída del constitucionalismo ante esa realidad acabaría en un peligroso ejercicio de suicidio normativo.

V. TITULARIDAD DE LOS DERECHOS SOCIALES

De igual manera, algunas aproximaciones doctrinarias han justificado un trato diferencial para los derechos de libertad, considerados fundamentales, en relación con los derechos sociales, considerados meramente condicionales. Esta distinción estaría fundada en que los primeros tienen carácter universal y están dirigidos a todos, mientras que los segundos sólo tendrían un carácter contingente, ya que estarían destinados a ciertos grupos particularmente vulnerables.

Sin embargo, el hecho de que la satisfacción de los derechos sociales exija tratar desigualmente a los desiguales, no implica que sus beneficiarios no sean, potencialmente, todos los individuos, y no los grupos o la comunidad en abstracto.(17) Más aún, la decisión política colectiva de resguardar jurídicamente las necesidades básicas de las personas, reposa en la recepción del principio moral de trato imparcial, según el cual ciertas ventajas sociales son producto de lo que Rawls llama la lotería natural y, por lo tanto, todos están eventualmente expuestos a situaciones de carencia.

En definitiva, aunque la prestación de los derechos sociales requiera a veces una diversificación estratégica, que obliga al legislador a clasificar la población en colectivos (trabajadores, ancianos, madres), en los que se presumen ciertas necesidades materiales, es preciso hablar de derechos tendencialmente universales y, por lo tanto, fundamentales.

Según este modelo, el derecho a prestaciones básicas no estaría condicionado a ninguna relación contractual previa ni siquiera laboral. Más aún, en tiempos en que aparentemente se asiste a una crisis estructural de desempleo, ciertos derechos sociales básicos deberían dejar de concebirse como una indemnización estatal, ante la falta de trabajo para garantizarse, progresivamente y en forma incondicional, a todos los ciudadanos. Esta propuesta, defendida entre otros por Phillipe Van Parijs,(18) fue anticipada en el siglo XVIII por pensadores igualitarios como Thomas Paine,(19) precursor de la expresión "derechos económicos" para designar a los derechos sociales de prestación.

VI. SOBRE LA CONSTITUCIONALIZACIÓN DE LOS DERECHOS SOCIALES

La cuestión del control constitucional de los derechos sociales plantea una serie de problemas que es menester no confundir. En cualquier ordenamiento democrático mínimamente eficaz, la garantía de los derechos sociales depende más de la interposición del legislador que de la actuación de la justicia constitucional. Prueba de ello es que algunos de los Estados de bienestar más avanzados del siglo, como el británico durante el laborismo, el sueco, o el norteamericano con el New Deal, fueron posibles sin constituciones que contuvieran grandilocuentes declaraciones programáticas. De allí que se haya sostenido que la existencia de un Estado de bienestar no depende de la plasmación, a nivel constitucional, del llamado Estado social de derecho ni de extensas declaraciones de derechos prestacionales.(20) En otras palabras, se afirma, es perfectamente posible que un Estado cuya Constitución no garantice derechos sociales, los preste ampliamente a través del desarrollo normativo ordinario.(21)

La observación es en gran parte acertada. Sin embargo, no basta para decretar la esterilidad del derecho frente a la política y la economía. Si bien es cierto que la mayoría de los regímenes de bienestar o asistencialistas se desarrollaron con independencia de la impronta del constitucionalismo social, no lo es menos que parte importante de su crisis tiene que ver con su administración discrecional y su permeabilidad a los intereses privados: causas principales de las acusaciones de corrupción e ineficiencia dirigidas contra el corporativismo de bienestar. Por eso, puede que el constitucionalismo, como técnica racionalizadora del poder, no haya desempeñado un papel central en la construcción del Estado de bienestar, pero tal vez constituya un instrumento necesario para su saneamiento y evolución.(22)

En cualquier caso, un primer paso para asegurar la eficacia de una norma, tiene que ver con su precisión técnica. La redacción de normas constitucionales en términos de un documento político, podía explicarse en los orígenes del movimiento constitucional, pero hoy contradice la pretensión de lo jurídico de adquirir una relativa autonomía respecto de la política, y dificulta la propia hermenéutica constitucional. En una persistente relación de acuerdos y disensos, el constitucionalismo procura sustraer la lucha por los derechos de la esfera incierta de la política para llevarla a la esfera jurídica de la seguridad, de la certeza. Por eso, un texto con real vocación normativa debe evitar caer en maximalismos programáticos que incorporen derechos irrealizables. Éstos sólo generan el descrédito y la deslegitimación de la Constitución. El texto brasileño de 1988, excesivamente reglamentarista y detallista en materia de derechos y tareas dirigidas al Estado, se ha visto expuesto en alguna medida a este riesgo. En todo caso, creo que un pacto constitucional estaría suficientemente legitimado con excluir del regateo de la política y del mercado cinco derechos sociales básicos para todos: educación, vivienda, salud, ingreso y un ambiente sano.

Esta advertencia, sin embargo, no debe entenderse como un llamado indiscriminado a eliminar los derechos y principios sociales ya incorporados a la Constitución. Las normas constitucionales, como ha sostenido Ferrajoli,(23) conllevan un grado insuprimible de incumplimiento, pero esto no debe verse simplemente como un hecho que desvirtúa su utilidad sino como una verdadera laguna jurídica, como un espacio de crítica dirigida a la arbitrariedad o la inactividad del legislador.

Además, la Constitución, como el derecho en general, constituyen prácticas discursivas, significados socialmente compartidos.(24) Y en ese sentido, la dimensión utópica, proyectiva, de los derechos sociales constitucionales, no puede subestimarse, ya que constituye una importante fuente de legitimidad política, y repercute sobre la propia fuerza normativa de la Constitución.
VII. EL VALOR NORMATIVO DE LAS CLÁUSULAS SOCIALES

Sobre la base de lo expuesto, una concepción que admita el valor normativo de las constituciones vigentes, no puede aceptar que sus cláusulas sociales constituyan meros enunciados retóricos, advocaciones morales que simplemente queden libradas al albur del legislador.

La idea de apertura constitucional entraña la posibilidad de una amplia interpretación política de los preceptos supremos, lo cual no significa que todas estén permitidas ni que esté justificada la absoluta inacción legislativa. En la insuprimible tensión entre derechos y democracia que comporta el constitucionalismo, existen mínimos relativamente rígidos, históricamente configurados, que resultan indisponibles para el Parlamento. Por eso, cuando la claridad de la norma lo permita y exista algún mecanismo procesal de protección (como el amparo, por ejemplo), los jueces deben realizar un control de operatividad, verificando la existencia o inexistencia de condiciones que permitan aplicar directamente la norma.(25)

Así, cuando la falta de satisfacción de derechos sociales básicos determinara lo que Quiroga Lavié (26) denomina un estado de necesidad constitucional y se hallara en peligro la viabilidad de la autonomía de una persona, los jueces constitucionales podrían, excepcionalmente, otorgar las prestaciones en forma directa o, en su caso, una inmediata indemnización a cargo de los poderes públicos.

En Colombia, por ejemplo, la Corte constitucional desarrolló una audaz jurisprudencia garantista en materia de derechos sociales básicos, dotando de un respetable grado de eficacia a la acción de tutela establecida por la Constitución de 1991.

En aquellos ordenamientos que, como el español, reservan el recurso de amparo a los derechos fundamentales de libertad, una solución similar no sería descartable si se demandara, por ejemplo, la protección de la faceta prestacional de un derecho de libertad en conexión con algún principio rector de la política económica y social.(27)

Por otra parte, en caso de incumplimiento de aquellas tareas sociales consagradas como normas, fines o mandatos programáticos, algunos ordenamientos, como el portugués o el brasileño, prevén la interposición de una acción de inconstitucionalidad por omisión, en razón de la cual los jueces comunican a los legisladores que han incurrido en la misma.(28) Frente a esta advertencia, se ha sugerido la posibilidad de que las comisiones parlamentarias respectivas expidan algún informe, dando cuenta de las razones de su inacción. Esta explicación, incluso, podría remitirse no sólo a los jueces sino a la propia opinión pública, propiciando así el juicio crítico de la moral social sobre la moral positivizada.

Muchos autores han impugnado la eficacia de esta solución, ya que el legislador conservaría la última palabra y siempre podría incumplir la comunicación. Esta objeción no deja de ser certera, pero podría extenderse al infinito (o resolverse circularmente), ya que también los jueces podrían incumplir su deber de comunicar, lo que exigiría algún control sobre los jueces que a su vez también resultaría incontrolado, etcétera.(29) Y es que si bien las sanciones jurídicas remiten, en términos generales, al ejercicio del aparato coactivo del Estado, existen gradaciones de tipo más persuasivo cuya eficacia depende de factores extraconstitucionales, como la "voluntad de Constitución" referida por Konrad Hesse,(30) que se traduce en la conciencia social e institucional de respeto a sus preceptos. En Alemania, por ejemplo, advertencias al Parlamento por parte del Tribunal Constitucional del tipo de las mencionadas antes, han bastado para activar al legislador omiso.(31)

Un segundo nivel de eficacia de los preceptos sociales y económicos, en el actual paradigma constitucional, viene dado por el valor hermenéutico que ostentan en su carácter de mandatos de optimización. Sus funciones son básicamente dos:

a) Por un lado, pueden dar cobertura constitucional a disposiciones legislativas que, de otro modo, hubieran resultado inconstitucionales por entrar en conflicto, por ejemplo, con ciertos derechos de libertad. La ausencia de normas claras de este tipo, permitió a la Corte del Laissez Faire (32) en Estados Unidos, atrincherarse en una interpretación sustantiva del due process of law, para escudar el derecho de propiedad y la libertad contractual, e impedir las reformas igualitarias impulsadas por el presidente Roosevelt.

En definitiva, esta función permisiva de la Constitución tendría por objeto garantizar la apertura del juego democrático destinado a desarrollar o extender los derechos fundamentales.

b) En segundo lugar, pueden operar con eficacia obstativa o impeditiva contra aquellas medidas que pretendan restringir en forma arbitraria o irrazonable prestaciones sociales históricamente adquiridas. Según Gomes Canotilho, (33) el Tribunal Constitucional portugués aplicó en 1984 este principio de "prohibición del retroceso social" o de "prohibición de evolución reaccionaria" al considerar inconstitucional un decreto-ley del gobierno que subrepticiamente aniquilaba el Servicio Nacional de Salud.

En suma, esta función restrictiva de la Constitución perseguiría la imposición de límitesal juego democrático cuando éste pretenda reducir en forma ilegítima o arbitraria la efectiva vigencia de los derechos fundamentales.(34)
VIII. CONSTITUCIÓN, DEMOCRACIA Y DERECHOS

Estas últimas afirmaciones revelan cómo el control constitucional comporta una irresoluble tensión entre los sentidos permisivo y restrictivo de la norma suprema, lo que refleja a su vez un conflicto también permanente entre democracia y derechos.

Así, una interpretación demasiado extensiva del control judicial de los derechos, entrañaría el riesgo de restringir en exceso el campo de lo democráticamente discutible. Además, supondría la adscripción a una suerte de elitismo epistemológico, en virtud del cual los jueces, sin legitimidad democrática ni responsabilidad directa ante el electorado, tendrían un acceso privilegiado al contenido semántico "objetivo" de los derechos indisponibles para el legislador.(35)

Por otro lado, sin embargo, es preciso reconocer que para muchas de las prácticas constitucionales hoy vigentes, la propuesta de una inhibición o repliegue exagerados del control jurisdiccional, implicaría convertir a los legisladores en verdaderos señores del derecho, con poder incluso para desbaratar el propio método democrático. Con el propósito de evitar un eventual absolutismo de este tipo, autores como John Ely (36) o Carlos Nino (37) atribuyen a los jueces la función de árbitros en el proceso democrático, garantizando su permanente apertura y la satisfacción de aquellos presupuestos, sin los cuales éste no sería posible. Según Nino, esos presupuestos comportan tanto elementos formales como materiales. Entre estos últimos, sostiene, se encontrarían no sólo ciertos derechos básicos de libertad o políticos, sino unos mismos sociales que la discusión democrática podría extender o reformular sobre la base de ciertas coyunturas históricas, pero nunca eliminar.(38)

Este tipo de enfoque no resolvería en forma definitiva la tensión entre democracia y derechos antes referida, pero constituiría una justificación razonable de un control judicial de las leyes garantistas y con sentido democrático. Para reforzar este punto de vista, podría trabajarse al menos dos sentidos:

a) Trasladando a las propias argumentaciones de los tribunales las premisas lógicas de una ética comunicativa y deliberativa. Una depuración argumentativa de las sentencias, que incorporara criterios justificatorios de universalidad, imparcialidad, razonabilidad, etcétera, fortalecería la legitimidad de ejercicio de los jueces, reduciendo, aunque no anulando, el carácter discrecional de sus fallos.(39)

b) Diseñando mecanismos alternativos o complementarios a la expulsión definitiva del sistema de aquellas leyes que se juzgaran inconstitucionales. Por ejemplo, se podría recurrir al mecanismo del reenvío, condicionando la constitucionalidad de una norma a su rediscusión y aprobación por mayorías calificadas del Parlamento e incluso se podría pensar en casos de alta relevancia institucional en los que la última palabra se remitiera al propio cuerpo electoral.

Estas garantías u otras similares debilitarían muchas de las actuales objeciones al papel de los jueces. Asimismo, tampoco se podría negar la posibilidad de un control de mínimos sociales, agitando el fantasma de un desborde presupuestario. En realidad, todos los derechos limitan la competencia del legislador y a veces también afectan sus potestades presupuestarias, cuando se trata de derechos fundamentales más gravosos.(40)

Contra estos argumentos, sin embargo, es usual que se aduzca que la eficacia de los derechos sociales depende, en última instancia, de "la reserva de lo económicamente posible", pretendiendo de ese modo zanjar definitivamente el debate. Si no hay dinero, se simplifica, no hay derechos sociales. Sin embargo, la falta de prestación de los derechos no siempre es una cuestión de escasez sino de mala distribución. Cuando se esgrime la falta de recursos, la carga de la prueba incumbe a los poderes públicos y los jueces deben ejercer un severo control sobre esa afirmación. Las propias declaraciones de emergencia económica, a menudo utilizadas desde el poder para incumplir en forma sostenida deberes constitucionales, sólo postergables bajo condiciones excepcionales, deben ser sometidas al riguroso examen de la jurisdicción.

En definitiva, cabe afirmar que el Estado constitucional democrático consiste en una permanente dialéctica entre jueces y legisladores. Mucho debe quedar librado a la configuración legislativa, pero también bastante debe ser sustraído de la esfera decidible por las mayorías electorales.(41) Las transformaciones estructurales de la sociedad y la remoción de obstáculos corporativos al progreso económico y a la expansión de los derechos sociales, deben buscarse fundamentalmente a través del proceso democrático, de la disputa política. Pero no debe desdeñarse la importancia del control jurisdiccional ni la participación activa de los ciudadanos en el mismo.

IX. LAS DIMENSIONES SOCIAL Y NACIONAL DEL DERECHO EN ENTREDICHO

Llegados a este punto, es fácil advertir, desde una perspectiva más profunda, que el problema de los derechos sociales exige retomar un punto de análisis externo a los derechos constitucionales positivos, donde se cuestionen sus propios fundamentos políticos. En ese sentido, la crisis de los derechos prestacionales está íntimamente ligada a la crisis de la estatalidad misma del derecho, tanto en su dimensión social como en su dimensión nacional.

1. Los cuestionamientos a las implicaciones sociales del derecho vienen dados, como ya se ha señalado aquí, por la preeminencia, en las últimas décadas, de una ideología neoconservadora que promueve una fuerte reducción de lo que Bobbio denomina la función promocional del derecho, en beneficio de su carácter represivo y disciplinador.(42)

Frente a esta postura, he intentado justificar la necesidad de rehabilitar un constitucionalismo igualitario que entienda los derechos sociales como prolongación necesaria de los derechos de libertad y los garantice a través de una doble participación democrática, política y judicial, de todos los ciudadanos.

2. Los cuestionamientos al carácter nacional del derecho vienen dados por un movimiento contradictorio que comprende, junto a un auspicioso proceso de internacionalización, la difusión de una práctica y una ideología globalitaria (43) que ha puesto en jaque al concepto tradicional de soberanía y ha generado una proliferación de poderes privados, a la sombra, que trastocan el sistema tradicional de fuentes de los ordenamientos jurídicos estatales.

Frente a esta tendencia, es preciso avanzar hacia un constitucionalismo global, ya anticipado en alguna medida por los diversos tratados y declaraciones universales de derechos humanos, que aseguren la vigencia de los derechos sociales y de libertad a escala internacional, con sus respectivas garantías. Este objetivo es técnica y económicamente viable.(44) Para llevarlo adelante, resulta imprescindible el accionar de instituciones internacionales democráticas y la presión de una sociedad civil movilizada en términos planetarios.(45) En esa dirección, resultan interesantes propuestas como las de Ignacio Ramonet de crear, a nivel mundial, una "organización no gubernamental por una tasa Tobin de ayuda a los ciudadanos",(46) en coordinación con sindicatos y asociaciones con finalidades culturales, sociales o ecológicas. Medidas de este tipo podrían colaborar a disociar derechos de libertad e igualdad del concepto excluyente de ciudadanía nacional, para extenderlos progresivamente a todos los hombres y mujeres del mundo.(47)

X. CONCLUSIONES. LA TAREA DE LA CULTURA JURÍDICA


Sería un inútil acto de vanidad o de ceguera, pensar que la vigencia real de los derechos sociales dependa exclusiva o principalmente de la cultura jurídica. Sin embargo, hoy más que nunca es necesaria una aproximación pragmática, crítica y proyectiva a los ordenamientos jurídicos, capaz de superar los modelos avalorativos y formales pretendidos por Kelsen o Weber y de dar batalla a las concepciones restrictivas de los derechos fundamentales y la democracia.(48)

Sólo por esa vía, creo, es posible aspirar a que el derecho se convierta en una respuesta eficaz a ciertos signos de barbarie que hoy proliferan, y llegue a encarnar, en suma, otra de las tantas voces de la solidaridad en estos tiempos.
Fuente: Gerardo PISARELLO

Notas: 
1 Véase por ejemplo, sus artículos "Formalismo jurídico y formalismo ético", pp. 105 y ss.; "La teoría pura del derecho y sus críticos", pp. 119 y ss., y "Estructura y función en la teoría del derecho de Kelsen", Contribución a la teoría del derecho, Valencia, Fernando Torres Editor, 1980, pp. 241 y ss.
2 Cabo, Carlos de, Teoría histórica del Estado y del derecho constitucional, Barcelona, PPU, 1993, vol. II, p. 269.
3 Sobre el carácter paradójico y contradictorio del derecho, cfr. Cárcova, Carlos María, Derecho, política y magistratura, Buenos Aires, Biblos, 1996, pp. 32 y 33.
4 Véase Ferrajoli, Luigi, "El Estado constitucional de derecho, hoy", Corrupción y Estado de derecho, Madrid, Trotta, 1996, pp. 22 y ss.
5 Prieto Sanchís, Luis, "Los derechos sociales y el principio de igualdad sustancial", Revista del Centro de Estudios Constitucionales, núm. 22, Madrid, 1995, p. 9.
6 Véase Locke, John, Segundo tratado sobre el gobierno civil, trad. de Carlos Mellizo, Madrid, Alianza, 1994 (en especial: capítulo XI).
7 Véase Hayek, Friedrich, Camino de servidumbre, trad. de J. Vergara Doncel, Madrid, Alianza, 1978.
8 La vinculación entre necesidades básicas y realización de planes de vida personales reviste particular importancia. Desde una perspectiva genuinamente humanista, la posesión de bienes o el control de ciertos recursos, no pueden considerarse valiosos por sí mismos, sino porque permiten la autorrealización de cada individuo. En su momento, el propio Marx criticó el llamado "fetichismo de los bienes". También el economista indio, Amartya Sen, sostiene que la posesión de recursos es valiosa, en tanto facilita al individuo el desarrollo de sus capacidades. De este último puede verse Bienestar, justicia y mercado, trad. de Damián Salcedo, Barcelona, Paidós, 1977, pp. 61 y ss. 
9 Sobre los deberes positivos, véase Nino, Carlos Santiago, Ética y derechos humanos, Buenos Aires, Astrea, 1989, pp. 317 y ss.; Garzón Valdés, Ernesto, "Los deberes positivos generales y su fundamentación", Derecho, ética y política, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, pp. 339 y ss.
10 Véase Nozick, Robert, Anarchy, State and Utopía, Oxford, 1974.
11 Garzón Valdés, Ernesto, "Mercado y justicia", Isonomía, México, núm. 2, 1995, pp. 25 y ss.
12 Véase Ferrajoli, Luigi, "El derecho como sistema de garantías", Jueces para la Democracia, núms. 16 y 17, Madrid, 1992.
13 Véase Vega, Pedro de, "La crisis de los derechos fundamentales en el Estado social", Derecho y economía en el Estado social, Madrid, Tecnos, 1988, pp. 130-135.
14 Sobre esta compleja cuestión, véase Gomes Canotilho, J. J., Direito Constitucional, Coimbra, Almedina, 1993, pp. 590 y ss.
15 Luigi Ferrajoli, por ejemplo, excluye el derecho de propiedad del catálogo de derechos fundamentales y critica "la imperdonable contaminación que bajo la ambigua categoría del `derecho subjetivo' ha sido realizada por la doctrina tradicional", confundiendo los derechos de libertad con los derechos de propiedad y de crédito. Véase "Dai diritti del cittadino ai diritti della persona", La cittadinanza. Appartenenza, identità, diritti, Roma-Bari, Laterza, pp. 263 y ss. Sobre la insuficiencia del concepto decimonónico de derechos públicos subjetivos, véase también, Cabo, Carlos de, "Democracia y derecho en la crisis del Estado social", Sistema, núms. 118 y 119, Madrid, 1994, pp. 75 y ss.
16 Sobre algunas de estas posiciones que identifican el avance del mercado con un avance de la libertad, cfr. Garzón Valdés, E., "Mercado y justicia", cit., nota 11, pp. 7 y ss.
17 Esta es la posición que defiende, por ejemplo, Contreras Peláez, Francisco, Derechos sociales: teoría e ideología, Madrid, Tecnos, 1994, p. 38.
18 Parijs, Phillipe van, "Más allá de la solidaridad. Los fundamentos éticos del Estado de bienestar y su superación", Contra la exclusión, la propuesta de ingreso ciudadano, Buenos Aires, Miño y Dávila Editores, 1995.
19 Véase Paine, Thomas, Los derechos del hombre, trad. de Fernando Santos Fontela, Madrid, Alianza, 1984.
20 Esta es la posición defendida, por ejemplo, en el interesante trabajo de Martínez Estay, José, Jurisprudencia constitucional española sobre derechos sociales, Barcelona, Cedej, 1997, pp. 59 y ss.
21 Cfr. Sunstein, Cass, "Against positive rights", en Western Rights? Post-communist aplication, London, Sajó A. ed., Transaction Publishers, 1996, p. 227.
22 En una línea similar, cfr. Ferrajoli, Luigi, "El Estado constitucional de derecho hoy: el modelo...", cit., nota 15, pp. 26 y 27.
23 Ferrajoli, Luigi, Derecho y razón, trad. de Perfecto Andrés Ibáñez et al., Madrid, Trotta, 1995, p. 867.
24 Véase Cárcova, C. M., Derecho, política y magistratura, cit., nota 3, pp. 145 y ss.
25 Véase Vanossi, Jorge Reynaldo, El Estado de derecho en el constitucionalismo social, Buenos Aires, Eudeba, 1987, pp. 372 y ss.
26 Quiroga Lavié, Humberto, "Estudio preliminar", Las constituciones latinoamericanas, México, UNAM, FCE, 1994, p. 38.
27 Sobre una posibilidad de este tipo, véase Prieto Sanchís, Luis, "Los derechos sociales y el principio de la igualdad sustancial", cit., nota 5, p. 46.
28 Existen numerosos trabajos sobre las omisiones constitucionales. Entre ellos, puede verse el manual de J. J. Gomes Canotilho, Direito Constitucional, ya citado, o el interesante artículo de Bazán, Víctor, "Un sendero que merece ser transitado: el control de la inconstitucionalidad omisiva", en Desafíos al control de constitucionalidad, Buenos Aires, 1996, pp. 221 y ss. Desde la perspectiva del derecho español, también puede consultarse: Villaverde, Ignacio, La inconstitucionalidad por omisión, Madrid, McGraw Hill, 1997.
29 Véase al respecto el lúcido razonamiento de Nino, C. S., "Los fundamentos del control judicial de constitucionalidad", en Fundamentos y alcances del control judicial de constitucionalidad, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, pp. 106 y 107.
30 Hesse, Konrad, Escritos de derecho constitucional, trad. de Pedro Cruz Villalón, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, p. 76.
31 Véase Schneider, Hans Peter, Democracia y Constitución, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1991, p. 146.
32 Se ha denominado Corte del Laissez Faire a la que se desempeñó en el periodo que abarca desde 1890 a 1937. En esta etapa, el Tribunal, fuertemente influido por la ideología liberal, utilizó la cláusula del debido proceso de las enmiendas quinta y decimocuarta, para proteger los derechos de propiedad y supervisar la legislación social.
33 Gomes Canotilho, J. J., "Derecho, derechos; tribunal, tribunales", en Revista de Estudios Políticos, núms. 60 y 61, Madrid, 1988, pp. 628 y 629.
34 Sobre la reversibilidad e irreversibilidad de las cláusulas económicas y sociales y sus problemas, véase Ojeda Marín, Alfonso, Estado social y crisis económica, Madrid, Editorial Complutense, 1996.
35 Sobre las objeciones al carácter contramayoritario de los jueces, puede verse el reciente libro de Gargarella, Roberto, La justicia frente al gobierno. Sobre el carácter contramayoritario del Poder Judicial, Barcelona, Ariel, 1996, así como los artículos del mismo autor, "Del reino de los jueces al reino de los políticos", Jueces para la democracia, Madrid, núm. 28, 1997; y "La dificultad de defender el control judicial de las leyes", Isonomía, México, núm. 6, 1997.
36 Ely, John Hart, Democracy and Distrust: A Theory of Judicial Review, Harvard University Press, 1980.
37 Nino, C. S., La constitución de la democracia deliberativa, trad. de Roberto Saba, Barcelona, Gedisa, 1997, pp. 258 y ss.
38 El propio John Rawls admite los presupuestos materiales de las libertades básicas, al reformular sus principios de justicia en los siguientes términos: "En particular, el primer principio, que abarca los derechos y libertades iguales básicos, podría venir precedido de un principio de prioridad lexicográfica, que exigiera que las necesidades básicas de los ciudadanos fueran satisfechas, al menos hasta el punto que fuera necesaria, para que los ciudadanos comprendieran lo que significa y fueran capaces de ejercer fructíferamente esos derechos y libertades". Véase El liberalismo político, trad. de Antoni Domènech, Barcelona, Crítica, 1996, p. 37.
39 Véase por ejemplo, Prieto Sanchís, Luis, "Notas sobre la interpretación constitucional", Revista del Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, núm. 9, 1991.
40 Cfr. Alexy, Robert, Teoría de los derechos fundamentales, trad. de Ernesto Garzón Valdés, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, p. 495,
41 Véase Zagrebelsky, Gustavo, El derecho dúctil, trad. de Marina Gascón, Madrid, Trotta, 1995.

42 Para una aproximación esclarecedora véase Cabo, Carlos de, La crisis del Estado social, Barcelona, PPU, 1986.43 Ramonet, Ignacio, "Regímenes `globalitarios' ", Le Monde Diplomatique, Madrid, Editorial española, núm. 15, 1997.
44 En un informe reciente, la Organización de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), ha calculado que con una cuarta parte de los gastos militares anuales de los `países en vías de desarrollo' y con aproximadamente el 10 por ciento de los gastos militares de Estados Unidos, bastaría para erradicar el fenómeno mundial de la pobreza extrema. En América Latina, según datos del Banco Mundial de principios de esta década (World Development Report 1990, Oxford, New York University Press), no se necesitaría más que una redistribución del uno por ciento del consumo total de la región para acabar con las situaciones de miseria. 
45 Habermas, Jürgen, Más allá del Estado nacional, trad. de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Trotta, 1997, pp. 91 y ss. 
46 La llamada tasa Tobin toma el nombre del Premio Nobel norteamericano que la propuso en 1972. Ésta consiste en gravar, en forma módica, todas las transacciones de los mercados de cambio para procurar ingresos a la comunidad internacional. Sobre la propuesta de Ramonet, véase Le Monde Diplomatique, núm. 26, Madrid, 1997. 
47 Sobre la necesidad de disociar los derechos humanos de los derechos de la ciudadanía, y la defensa de un constitucionalismo global: Ferrajoli, Luigi, "Beyond sovereignity and citizenship: a global constitutionalism", en Bellamy, Richard (ed.), Constitution, democracy and sovereignity, Avebury, England, 1996, pp. 151 y ss. 
48 Cfr. Nino, C. S., Derecho, moral y política, Barcelona, Ariel, 1994, pp. 195 y 196.